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sábado, 30 de junio de 2012

ESTAD QUIETOS Y CONOCED QUE YO SOY DIOS, Jonathan Edwards


Estad quietos, y conoced que yo soy Dios
(Salmo 46.10)
por Jonathan Edwards

Este salmo suena como un himno de la iglesia en tiempos de grandes
convulsiones y desolaciones en el mundo. Es por eso que la iglesia se gloría en
Dios como su amparo, su fortaleza y su pronto auxilio, aun en tiempos de las
mayores tribulaciones y dificultades. “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro
pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea
removida, y se traspasen los montes al corazón del mar; aunque bramen y
borboteen sus aguas, y tiemblen los montes a causa de su ímpetu” (versículos 1, 2,
3).

La iglesia se enorgullece en Dios, no sólo por ser Él su Ayudador, que la defiende
cuando el resto del mundo se ve envuelto en desgracias y catástrofes, sino porque,
como río refrescante, le da aliento y gozo, aun en medio de la calamidad pública.
“Hay un río cuyas corrientes alegran la ciudad de Dios, el santuario de las moradas
del Altísimo. Dios está en medio de ella; no será conmovida. Dios la ayudará al
clarear la mañana” (vv. 4, 5). En los versículos 6 y 8 se declaran los cambios
profundos y las calamidades que agitaban al mundo: “Braman las naciones, se
tambalean los reinos; lanza él su voz, y se derrite la tierra. Venid, ved las obras de
Jehová, que ha puesto asolamiento en la tierra”. En el texto que sigue se expresa
de manera admirable la manera en que Dios libra a la iglesia de estas desgracias,
especialmente de los desastres de la guerra y la furia de sus enemigos: “Que hace
cesar las guerras hasta los confines de la tierra. Que quiebra el arco, rompe las
lanzas y quema los carros en el fuego”. Es decir, Él hace que cesen las guerras
cuando son contra su pueblo; Él quiebra el arco cuando se dobla contra sus
santos.

Siguen entonces estas palabras: 

“Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”. 

La soberanía de Dios se manifiesta en sus grandes obras, las cuales aparecen
descritas en los versículos anteriores. Esas mismas terribles desolaciones que Él
desató en su designio de librar a su pueblo utilizando medios terribles muestran
también su grandeza y su señorío. A través de todo eso demuestra su poder y
soberanía, y así ordena a todos estar quietos, y conocer que Él es Dios; porque,
dice: “Seré exaltado entre las naciones; enaltecido seré en la tierra”.

De esto se pueden derivar observaciones interesantes:

1. El deber de estar tranquilos delante de Dios, bajo las mercedes de su
providencia. Esto implica que debemos mantener quietud de palabras,
sujetándonos de hablar o de quejarnos contra los designios de la Providencia; no
oscureciendo la razón con palabras de ignorancia, ni empleando el lenguaje
pomposo de la vanidad. 
Debemos mantener quietud en nuestras acciones y en nuestra conducta, 
de modo que no contrariemos a Dios en sus designios. Y en lo tocante a la disposición 
interior de nuestros corazones, hemos de cultivar la calma y una serena sumisión 
de espíritu a la soberana voluntad de Dios, cualquiera que esta sea.

2. Podemos tener en cuenta el fundamento de este deber, esto es, la divinidad de
Dios. El hecho de ser Dios es razón de sobra para que debamos estar quietos
delante de Él, sin murmurar en lo más mínimo, sin objetar, sin oposición, sino
tranquilamente y con humildad sometiéndonos a Él. ¿Cómo hemos de cumplir este
deber de estar quietos delante de Dios? Sencillamente con un sentido de su
divinidad, comprendiendo que el fundamento de ese deber es el conocimiento de
que Él es Dios. Nuestra sumisión es la que corresponde a seres racionales. Dios no
requiere que nos sometamos a Él a contrapelo de lo razonable, sino como viendo la
razón y el fundamento de hacerlo así. De ahí que, la mera realización de que Dios es
Dios puede ser suficiente para acallar toda objeción y oposición a sus divinos y
soberanos designiosTodo esto puede verse considerando lo siguiente:

   a. Por cuanto Él es Dios, es un ser absoluta e infinitamente perfecto, siendo
imposible que pudiera incurrir en error o maldad. Y como es eterno y no debe su
existencia a ningún otro, no puede en medida alguna tener limitaciones en su ser ni
en ninguno de sus atributos. Si algo tiene límites en su naturaleza, debe haber
alguna causa o razón por la que esos límites están allí. De lo cual se deduce que
toda cosa limitada debe tener alguna causa. Por lo tanto, aquello que no tenga
causa tiene que ser ilimitado. Las obras de Dios demuestran con toda evidencia que
su sabiduría y su poder son infinitos, pues quien hizo todas las cosas de la nada,
que las sustenta, gobierna y maneja en todo momento y en todas las edades, sin
cansarse, tiene que poseer un poder infinito. Tiene asimismo que ser infinito en el
conocimiento; porque si Él hizo todas las cosas, y sin cesar las sustenta y gobierna
todas, se sigue que él, continuamente y de una sola mirada, ve y conoce a la
perfección todas las cosas, así las grandes como las pequeñas,
lo cual no es posible sin un conocimiento infinito. Siendo, pues, infinito en
conocimiento y poder, Dios tiene que ser también perfectamente santo. La falta de
santidad supone siempre defecto y pobreza de visión. Donde no hay oscuridad ni
engaño, no puede faltar la santidad. Es imposible que la maldad pueda coexistir con
la infinita luz. Dios, siendo infinito en poder y conocimiento, tiene que ser
totalmente autosuficiente. Es por lo tanto imposible que Él pueda caer en cualquier
tentación o cometer alguna falta. No hay motivo por el cual pueda incurrir en nada
semejante. Siempre que alguien es tentado a ceder a lo incorrecto, es por fines
egoístas. Entonces, ¿cómo podría un Ser todopoderoso —que no necesita de nada— 
ser tentado a hacer algo malo por fines egoístas? Es, pues, imposible que Dios, que es
esencialmente santo, pudiera en ningún sentido incurrir en el mal.

   b. Por el hecho de ser Dios, Él es tan grande que está infinitamente más allá de toda
comprensión. Por tanto, es irrazonable de nuestra parte pretender juzgar sus
decisiones, ya que las mismas son misteriosas. Si fuera un ser al cual nosotros
pudiéramos comprender, no sería Dios. Sería irrazonable suponer nada más allá del
hecho de que hay muchas cosas en la naturaleza de Dios, así como en sus obras y
gobierno, que son para nosotros un misterio que jamás podremos discernir.
¿Qué somos y qué idea tenemos de nosotros mismos si esperamos que Dios y sus
designios puedan estar al nivel de nuestro entendimiento? Somos infinitamente
incapaces de tal cosa como comprender a Dios. Para nosotros sería menos
irrazonable concebir que una cáscara de nuez pudiera contener al océano. Dice en
Job 11.7ss: “¿Descubrirás tú las profundidades de Dios? ¿Alcanzarás el límite de
la perfección del Todopoderoso? Es más alta que los cielos; ¿qué harás? Es más
profunda que el Seol; ¿cómo la conocerás? Su dimensión es más extensa que la
tierra, y más ancha que el mar”. Si pudiéramos tener sentido de la distancia que
existe entre Dios y nosotros, entenderíamos lo razonable de la interrogación del
apóstol Pablo en Romanos 9.20: “...oh, hombre, ¿quién eres tú para que alterques
con Dios?”
Si creemos encontrarle faltas al gobierno de Dios, estamos virtualmente
suponiéndonos capaces de ser sus consejeros; cuando en realidad más bien nos
convendría, con gran humildad y adoración, clamar con el apóstol (Ro 11.33ss):
“¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán
inescrutables son sus juicios, e insondables sus caminos! Porque ¿quién penetró
en el pensamiento del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él
primero, para que le fuese recompensado? Porque de él, y por él, y para él, son
todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos de los siglos”.
Si hubiera niños que alzaran la voz para criticar a los cuerpos legislativos de su
país o para poner en tela de juicio las decisiones del poder ejecutivo, ¿no se
estimaría que se estaban entrometiendo en cosas demasiado elevadas para ellos?
¿Y qué somos nosotros sino bebés? Pues nuestras inteligencias son infinitamente
menores que las de los bebés en comparación con la sabiduría de Dios. Lo sensato
para nosotros es tener esto en cuenta y ajustar a ello nuestra conducta. Dice en el
Salmo 131.1,2: “Jehová, no está envanecido mi corazón, ni mis ojos son altivos; no
ando tras grandezas, ni tras cosas demasiado sublimes para mí. Sino que me he
calmado y he acallado mi alma como un niño destetado de su madre”.
Esta sola comprensión de la infinita distancia entre Dios y nosotros, y entre el
entendimiento de Dios y el nuestro, debería ser suficiente para acallarnos y para
acatar con serenidad todo lo que Dios hace, no importa cuán ininteligible o
misterioso nos parezca. Ni tampoco tenemos derecho alguno a esperar que Dios
nos explique en particular la razón de sus actos o sus designios. Está más que
justificado que Dios no nos dé a nosotros, gusanos del polvo que somos, razón de
sus asuntos, que así podamos captar la distancia que nos separa de Él, y le
adoremos y nos sometamos a Él en humildad y reverencia.
Podemos ver a este respecto por qué, cuando Job padecía sufriendo por
designio divino crueles penalidades, Dios le respondió no explicándole las razones
de su misteriosa providencia, sino haciéndole ver su condición de miserable
gusano, de nada, y cuán lejos estaba él de la altura de Dios. Esta actitud divina
estaba más en consonancia con Dios que haber entrado en algún debate con Job, o
haberle revelado el misterio de sus dificultadesY para Job fue bueno someterse 
a Dios en aquellas cosas que no podía entender, a lo cual quiso traerle la respuesta divina.
Conviene que Dios habite en profunda oscuridad, o en luz que ningún ser
humano puede resistir, la cual ninguno ha visto ni puede ver. Nada hay de extraño
en que un Dios de infinita gloria resplandezca con una brillantez demasiado viva y
potente para el ojo humano. Porque los mismos ángeles, esos espíritus poderosos,
aparecen cubriendo sus rostros ante esta luz (Isaías 6).

   c. Siendo que Él es Dios, todas las cosas son suyas, por lo cual tiene derecho a
disponer de ellas a su antojo y placer. Todas las cosas de este mundo inferior son
suyas. “...Todo lo que hay debajo del cielo es mío” (Job 41.11). “He aquí, de Jehová
tu Dios son los cielos, y los cielos de los cielos, la tierra, y todas las cosas que hay
en ella” (Dt 10.14). Todas las cosas son suyas porque todas proceden de Él; son
totalmente de Él y solamente de Él.
Aquellas cosas hechas por los hombres no son enteramente de ellos. Cuando un
hombre edifica una casa, no es completamente suya; ninguno de los materiales con
que fue hecha le debe su origen. Todas las criaturas son total y completamente
fruto del poder de Dios.
Es lógico, por lo tanto, que todas sean para él y estén sujetas a su voluntad (Pr
16.4). Así pues, como todas las cosas vienen de Dios, así todas se sostienen por Él,
y se hundirían en la nada en un instante si Él no las sostuviera. Y todas son para Él.
“Porque de él, y por él, y para él son todas las cosas” (Ro 11.36). “Porque por él
fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra,
las visibles y las invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean
potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las
cosas, y todas las cosas tienen consistencia en él” (Colosenses 1.16,17). Toda la
humanidad es suya: sus vidas, su aliento, su ser; “porque en él vivimos y nos
movemos y somos”. Nuestras almas y nuestras capacidades le pertenecen.
“He aquí que todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo
es mía” (Ez 18.4).

   d. Comoquiera que Él es Dios, es digno de ser soberano sobre todas las cosas. A
veces los hombres poseen más de lo que son dignos de poseer. Pero Dios es no
solamente dueño de todo el universo, siendo que todo procede y depende de Él,
sino que tal es su perfección, la excelencia y dignidad de su naturaleza, que es
digno de ser soberano por sobre todo. Nadie deberá osar oponerse a que Dios
ejerza la soberanía del universo como si no fuera digno de ello, pues el ser
soberano absoluto del universo no es gloria ni honor demasiado grandes para Él.
Todas las cosas en el cielo y en la tierra, ángeles y hombres, son nada en
comparación con Él; todas son como la gota de agua en el balde o como el grano
de arena en la playa. Es así adecuado que cada cosa esté en sus manos, para que
Él disponga según le plazca. Su voluntad y su deseo son de infinitamente mayor
importancia que los de las criaturas. Es correcto que su voluntad se cumpla,
aunque fuere contraria a la de todos los demás seres; que Él haga de sí mismo su
propio fin; y que disponga todas las cosas para sí. Dios está dotado de tales
perfecciones y excelencias que tiene título a ser el soberano absoluto del mundo.
Ciertamente, conviene mucho más que todas las cosas estén bajo la dirección
de una sabiduría irreprochable y perfecta que expuestas a caer en confusión o
sujetas a causas sin control. Más aun, no es bueno que ningún negocio dentro del
gobierno de Dios pueda quedar sin la dirección de su sabia providencia, muy
especialmente aquellas cosas de mayor importancia.
Es absurdo suponer que Dios pudiera estar obligado a prevenir a cualquier
criatura de pecar y de exponerse a castigo adecuado. De ser así, resultaría que no
puede haber tal cosa como un gobierno moral de Dios sobre individuos razonables,
y sería arbitrario para Dios dar mandamientos ya que Él mismo sería la parte
comprometida a observar la conducta y estarían fuera de lugar las promesas o las
amenazas. Pero si Dios puede dejar que alguien peque y se exponga a castigo,
entonces resulta mucho más apropiado y mejor que el asunto sea tratado con
sabiduría —quién en justicia debe a causa del pecado quedar expuesto a castigo y
quién no— que permitir que venga por la confusión o el azar.
No es digno del Gobernador del universo dejar las cosas al azar; lo natural para Él
es gobernar todas las cosas por medios de sabiduría. Y así como Dios posee
sabiduría que lo autoriza para ser soberano, así también tiene el poder que lo
capacita para ejecutar lo que aconseja la sabiduría. Más aun, Él es esencial e
invariablemente santo y justo, e infinitamente bueno, por lo que está perfectamente
calificado para gobernar el mundo de la mejor manera posible.
Por lo tanto, cuando actúa como soberano del mundo, lo indicado para
nosotros es estar quietos y someternos de buen grado, sin objetar en manera
alguna que Él tenga la gloria de su soberanía; por el contrario, conscientes de su
dignidad, reconocerla con gozo, diciendo: “Tuyo es el reino, y el poder, y la gloria,
por todos los siglos”, y repetir con aquellos en Apocalipsis 5.13: “Al que está
sentado en el trono ... sea la alabanza, el honor, la gloria, y el dominio...”

   e. Por cuanto Él es Dios, será soberano y actuará como tal. Él se sienta en el trono
de su soberanía y su reino rige sobre todos. En su soberano poder y dominio será
exaltado, como Él mismo declara: “Seré exaltado entre las naciones; enaltecido
seré en la tierra”. Él hará saber a todos que es el supremo Señor de toda la tierra
Él efectúa su voluntad entre las huestes del cielo y entre los habitantes de la tierra, y
nadie puede detener su mano. No puede haber tal cosa como frustrar, entorpecer o
invalidar sus designios, pues Él es grande en el pensamiento y maravilloso en la
acción. Su consejo prevalecerá, y Él hará todo lo que le plazca.
No hay sabiduría, ni inteligencia, ni talento que pueda ir contra el Señor.
Cualquier cosa que Él quiera hacer será para siempre; nada le será añadido ni
quitado. Cuando Él actúe, ¿quién le opondrá reparos? Él puede, si quiere, hacer
trizas a sus enemigos. Si los hombres se juntan contra Él para estorbar u oponerse
a sus designios, Él “quiebra el arco, rompe las lanzas, y quema los carros en el
fuego”. Él mata y hace vivir, derriba y levanta, todo según el consenso de su
voluntad. Dice en Isaías 45.6,7: “Para que se sepa desde el nacimiento del sol, y
hasta donde se pone, que no hay más que yo; yo soy Jehová, y ninguno más que
yo, que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y creo la adversidad. Yo
soy Jehová, el que hago todo esto”.
Ni los eminentes, ni los ricos, ni los sabios pueden impedir o torcer la voluntad
de Dios. Él despacha chasqueados a los doctos y no rinde pleitesía a los
aristócratas ni concede privilegio a los ricos sobre los pobres. Hay muchos
subterfugios en el corazón humano; pero el consejo del Señor y los pensamientos
de su corazón permanecerán a través de todas las generaciones. Cuando Él
concede paz, ¿quién puede crear problemas? Y si oculta su rostro, ¿quién puede
contemplarlo? Lo que Él derriba no puede ser reconstruido y al que silencie así se
queda. Cuando Él se proponga algo, ¿quién se lo estorbará? Y cuando extienda su
mano, ¿quién hará que la recoja? No hay por lo tanto manera de impedir a Dios ser
soberano ni que actúe como tal. “De quien quiere tiene compasión y al que quiere
endurecer, endurece” (Ro 9.18). Él tiene las llaves del infierno y de la muerte: abre,
y no hay quien cierre; cierra, y no hay quien abra. Esto puede hacernos ver la
insensatez de ponernos en contra de los soberanos designios de Dios; y cuán
sabios son aquellos que quietamente y de buen ánimo se someten a su soberana 
voluntad.

   f. Como que Él es Dios, está en posición de vengarse de aquellos que se
opongan a su soberanía. Él es sabio de corazón y poderoso en fortaleza; ¿quién
podrá endurecerse contra Dios y salir airoso? A esto tiene que responder todo el
que intente contender con Él. Y ay del miserable que quiera pelear contra Dios,
¿podrá defender su posición delante de Él? A cualquiera de sus enemigos al que
mueva el orgullo, el Señor le mostrará que está por encima de ellos. Vendrán a ser
como la paja en el viento, o como grasa de carneros; el fuego los consumirá y
desaparecerán. “Quién pondrá contra mí en batalla espinos y zarzas? Yo los
hollaré, los quemaré a una” (Isaías 27.4).

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